De los valles que rodean el macizo calcáreo del Monte Perdido, Escuaín es el más solitario con diferencia. Si bien en la parte baja aún puedes tropezar con algunos visitantes que van a ver el viejo pueblo deshabitado o a bañarse en las pozas de aguas frías y cristalinas, en las zonas altas es raro cruzarse con alguien; aquí no hay los problemas de aglomeraciones que puedes encontrar en los otros valles cercanos. Sin embargo, no desmerece en absoluto, no es menos espectacular.
Su fisonomía es diferente a la de sus vecinos. El río Yaga, que finaliza en la larga y encajonada garganta de Mirabal antes de llegar al Cinca, ha excavado un estrecho cañón, formidable diaclasa abierta en plena montaña, en palabras de Lucien Briet, al cual va a parar el agua que discurre por espectaculares barrancos verticales y, sobre todo, por la extensa red de circulación subterránea, el gran sistema de las Fuentes de Escuaín. La zona alta es un complejo cárstico muy potente lleno de sumideros, dolinas y lapiaces con extensas praderas, en la cual podemos encontrar viejos ejemplares de pino negro a elevadas cotas. A pesar de que las montañas cársticas suelen tener un aspecto realmente duro y agreste, Escuaín es bastante más amable; es el valle que en otro tiempo estuvo bastante más humanizado en comparación con sus vecinos, y en contraposición es en la actualidad el menos visitado por el turismo. Surcado por un entramado de antiguos senderos más o menos arreglados en la actualidad, que enlazan fajas y bancales, Escuaín es un terreno complejo, distinto y nada fácil, de ahí la escasa frecuentación.